Esto es estúpido, no tiene sentido, no me lo creo.
Pero sin embargo el más oculto de mis sentimientos, quiere gritar de júbilo y euforia.
Estás demasiado cerca... y ya sabes que nunca me caíste bien.
Tenías ideas de loco y a veces me dabas miedo con tu arrasadora personalidad que en ocasiones era semejante a la de un esquizofrénico. Eras el primo de mi mejor amiga y ella me contaba cosas espantosas sobre ti: cuando eras pequeño amenazabas a los demás niños con cosas horribles y en carnaval, año tras año, te disfrazabas de un presidente distinto.
Tu padre, tío de mi amiga, se había casado con una mujer bastante rara que hablaba sola en la pescadería y vestía con ropas que parecían sacadas de un baúl de circo. Primero te tuvieron a ti y después a otras dos niñas, cada cual más rara.
Tú te avergonzabas de tu familia cercana y la lejana, se avergonzaba de todos vosotros. Eras consciente de ello y también de lo especial que eras, incluso se rumoreaba que habías pedido a tu padre, el único que parecía algo cuerdo de aquella estrambótica familia, que te llevara a un psicólogo quién solo sacó la conclusión de que tenías un coeficiente intelectual considerablemente más alto que la media.
No, no estabas loco, solamente lo parecía.
Y todo eso fue lo que oí sobre ti hasta un día tormentoso de diciembre en el que decidí apuntarme a un voluntariado.
Allí te conocí, yo, en persona. Había oído tanto que creía que te conocía de verdad.
Eramos los únicos menores de edad y supe que iba a tener que pasar mucho tiempo contigo. Sentí miedo, si todo lo que me habían contado era cierto, era normal que lo tuviese.
Pasó el tiempo y me quedé muy sorprendida de tu forma de ser. No eras malo, todo lo contrario. Eras educado e inteligente, pero tu mirada delataba lo contrario, era la típica mirada que tenían los personajes antagonistas en todas las películas de terror que había visto, era oscura, de ojos azules muy claros que penetraban en lo más hondo de tu alma haciéndote sentir un miedo inquietante. Aun así decidí mirarte siempre a los ojos y soportar ese estúpido miedo irracional.
Tu prima empezó a preocuparse por mí. Pasaba demasiado tiempo con la oveja negra de su familia y ya apenas nos veíamos.
Yo estaba demasiado ocupada, todos los días iba a hacer de voluntaria a diferentes sitios cada vez más lejos y a la vuelta, me entretenía tanto hablando contigo en el autobús, que me saltaba siempre la parada, y tú, cordialmente, decidías acompañarme a mi casa desde la siguiente. Andábamos lentamente hacia allí, arrastrando los pies y jugando con las piedrecitas que encontrábamos en el camino. Ya todo me daba igual, no sabía si estabas loco o cuerdo, si eras normal o no, ni siquiera estaba segura de las palabras de mi amiga sobre ti.
Hablabamos de cosas muy variadas y yo sentía una curiosidad inmensa por saber tu opinión por todos los temas que se me ocurriesen. Tenías una perspectiva totalmente diferente de todo y me moría por escucharlas todas.
Poco a poco empezamos a hablar de temas que nos afectaban y que nunca habíamos hablado con otras personas, ni siquiera con mi mejor amiga, tu prima. Un día salió el tema de tu familia y me diste una versión que me dejó de piedra. Estaba tan acostumbrada a oír siempre la misma que la tuya me sorprendió muchísimo. Pero aun así, no estaba segura de nada. Ni de lo que significaban esos paseos ni esas charlas ni de lo que significabas tú en mi vida.
Entonces pasó lo que tenía que pasar, llegó el verano y el voluntariado se tomó un descanso. Perdimos absolutamente el contacto. Volví a salir con mi amiga, a hacer las cosas de siempre y me olvidé de ti.
Un día, me quedé a comer en la casa de mi amiga y allí sus padres comenzaron a hablar de la familia. Hablaban de ti, con tono despectivo y de burla y aunque había asistido a numerosos discursos sobre lo mismo, inexplicablemente, éste me hirió muchísimo... demasiado. Di la cara por ti, te describí tal y como mis nuevos ojos te veían y furiosa, les dije que nada de lo que me habían contado era cierto, estaban muy confundidos y que eran tan superficiales que nunca se darían cuenta. Todo esto ocurrió ante la confundida mirada de mi amiga que me observaba con ojos de incredulidad dañina que me perforaban el alma, tal y como muchas veces, lo habían hecho los tuyos. Después de esa extraña disputa, me dispuse a salir de la casa en la que tantas veces había estado, cuando tu prima me tiro de la manga del jersey.
-¿Qué te pasa con él? ¿Te gusta? ¿Te has enamorado o qué es lo que sucede?
No fui capaz de responderla con palabras pero la miré largamente transmitiéndola todo lo que sentía por dentro, todo ese caos de sentimientos y de ideas de las que ni siquiera yo estaba segura. Ella se limitó a asentir y me lentamente me susurró: vete.
Eso hice, corrí, corrí todo lo que pude mientras las lágrimas de mis ojos retrocedían por mi rostro debido al contacto con el viento que me daba de cara; retrocedían como pequeñas hormigas que vuelven corriendo al hormiguero al ver que están en peligro. Pero esas pobres lágrimas no tenían hogar ni tenían a donde volver y cada vez eran más las que huían, corriendo, corriendo como yo, pero ellas alocadamente y yo a un lugar fijo. A tu casa.
Nunca había estado en ella, pero por tus indicaciones creía saber donde se encontraba.
Cuando llegué, jadeante y exhausta, me detuve frente a la puerta y dudé. ¿Qué iba a decirte? No tenía lógica alguna, no había nada que decir. Me di la vuelta, dispuesta a caminar sin rumbo cuando oí que una ventana se abría y alguien pronunciaba mi nombre. Esas cinco letras quedaron suspendidas en el aire mientras yo me giraba para observar de quién se trataba.
Te vi a ti, como no podría haber sido de otra manera. Estabas tranquilo y me mirabas como si hubieses estado esperándome todo ese tiempo. Me senté en una acera y así nos quedamos largo rato mirándonos fijamente hasta que comenzamos a hablar, como solíamos hacerlo antes. No me invitaste a pasar ni bajaste conmigo, no me importó. Creo que ninguno de los dos quería dejar de esa conversación nunca, ni aunque fueran los minutos que tardase en entrar yo o bajar tú.
Así estuvimos...¿Cuánto? ¿Dos horas? ¿Tres? Tú mirabas hacia abajo y yo hacia arriba. Sonreíamos y hablabamos como si nunca hubiesemos dejado de hacerlo.
Entonces, brusca y repentinamente me dijiste algo difícil de olvidar.
-Soy un marginado social, no tengo amigos y mi familia me odia. ¿Por qué tú hablas conmigo?
Pero ¿Qué iba a decirte yo cuando era la que menos sabía la respuesta? Así que, como ese mismo día había hecho con tu prima, te miré fijamente para intentar que entendieses mi dilema interior. Debió ser que nuestros ojos estaban demasiado lejos, que mi lenguaje ocular no es del todo correcto o cualquier otra circunstancia, pero el hecho fue que no me acabaste de comprender, o mejor dicho, entendiste otra cosa bien diferente. Me atrevería a decir que lo que leíste en mis ojos fue lástima ¿verdad?
Cerraste la ventana, escondiéndote dentro de tu casa. Pero yo no tenía donde esconderme, estaba a la intemperie. Así que me levanté y eché a andar, otra vez en la misma situación... esa situación tan incómoda en la que no sabía como actuar ni como sentirme...
Llegué a mi casa cuando ya había anochecido, saludé a los que habitan en ella y subí las escaleras arrastrando los pies como si me pesasen toneladas. Me detuve frente a mi habitación y allí me tumbé en la cama y acurrucada en posición fetal lloré sin lágrimas y suspiré sin aire, sumida en una tristeza sin motivo aparente y un vacío que no sabía con que llenar. No tenía nada ya.
Estuve así unos días, rodeada de niebla espesa que me impedía pensar, que dificultaba mis andares y que me quitaba las ganas de absolutamente todo.
En definitiva, sufrí por ti, sufrí como no lo había hecho hasta entonces y sacrifiqué más de lo que tenía por alguien a quien me habían enseñado a odiar. Era la versión estúpida, ilusa y resentida de una Julieta contemporánea.
...
Y aquí estoy ahora, sin explicación ninguna, dos centímetros entre tu cara y la mía que se están volviendo cada vez más y más pequeños...
y de verdad que no lo entiendo... tienes todas las características odiarte pero sin embargo... te quiero.
Pero sin embargo el más oculto de mis sentimientos, quiere gritar de júbilo y euforia.
Estás demasiado cerca... y ya sabes que nunca me caíste bien.
Tenías ideas de loco y a veces me dabas miedo con tu arrasadora personalidad que en ocasiones era semejante a la de un esquizofrénico. Eras el primo de mi mejor amiga y ella me contaba cosas espantosas sobre ti: cuando eras pequeño amenazabas a los demás niños con cosas horribles y en carnaval, año tras año, te disfrazabas de un presidente distinto.
Tu padre, tío de mi amiga, se había casado con una mujer bastante rara que hablaba sola en la pescadería y vestía con ropas que parecían sacadas de un baúl de circo. Primero te tuvieron a ti y después a otras dos niñas, cada cual más rara.
Tú te avergonzabas de tu familia cercana y la lejana, se avergonzaba de todos vosotros. Eras consciente de ello y también de lo especial que eras, incluso se rumoreaba que habías pedido a tu padre, el único que parecía algo cuerdo de aquella estrambótica familia, que te llevara a un psicólogo quién solo sacó la conclusión de que tenías un coeficiente intelectual considerablemente más alto que la media.
No, no estabas loco, solamente lo parecía.
Y todo eso fue lo que oí sobre ti hasta un día tormentoso de diciembre en el que decidí apuntarme a un voluntariado.
Allí te conocí, yo, en persona. Había oído tanto que creía que te conocía de verdad.
Eramos los únicos menores de edad y supe que iba a tener que pasar mucho tiempo contigo. Sentí miedo, si todo lo que me habían contado era cierto, era normal que lo tuviese.
Pasó el tiempo y me quedé muy sorprendida de tu forma de ser. No eras malo, todo lo contrario. Eras educado e inteligente, pero tu mirada delataba lo contrario, era la típica mirada que tenían los personajes antagonistas en todas las películas de terror que había visto, era oscura, de ojos azules muy claros que penetraban en lo más hondo de tu alma haciéndote sentir un miedo inquietante. Aun así decidí mirarte siempre a los ojos y soportar ese estúpido miedo irracional.
Tu prima empezó a preocuparse por mí. Pasaba demasiado tiempo con la oveja negra de su familia y ya apenas nos veíamos.
Yo estaba demasiado ocupada, todos los días iba a hacer de voluntaria a diferentes sitios cada vez más lejos y a la vuelta, me entretenía tanto hablando contigo en el autobús, que me saltaba siempre la parada, y tú, cordialmente, decidías acompañarme a mi casa desde la siguiente. Andábamos lentamente hacia allí, arrastrando los pies y jugando con las piedrecitas que encontrábamos en el camino. Ya todo me daba igual, no sabía si estabas loco o cuerdo, si eras normal o no, ni siquiera estaba segura de las palabras de mi amiga sobre ti.
Hablabamos de cosas muy variadas y yo sentía una curiosidad inmensa por saber tu opinión por todos los temas que se me ocurriesen. Tenías una perspectiva totalmente diferente de todo y me moría por escucharlas todas.
Poco a poco empezamos a hablar de temas que nos afectaban y que nunca habíamos hablado con otras personas, ni siquiera con mi mejor amiga, tu prima. Un día salió el tema de tu familia y me diste una versión que me dejó de piedra. Estaba tan acostumbrada a oír siempre la misma que la tuya me sorprendió muchísimo. Pero aun así, no estaba segura de nada. Ni de lo que significaban esos paseos ni esas charlas ni de lo que significabas tú en mi vida.
Entonces pasó lo que tenía que pasar, llegó el verano y el voluntariado se tomó un descanso. Perdimos absolutamente el contacto. Volví a salir con mi amiga, a hacer las cosas de siempre y me olvidé de ti.
Un día, me quedé a comer en la casa de mi amiga y allí sus padres comenzaron a hablar de la familia. Hablaban de ti, con tono despectivo y de burla y aunque había asistido a numerosos discursos sobre lo mismo, inexplicablemente, éste me hirió muchísimo... demasiado. Di la cara por ti, te describí tal y como mis nuevos ojos te veían y furiosa, les dije que nada de lo que me habían contado era cierto, estaban muy confundidos y que eran tan superficiales que nunca se darían cuenta. Todo esto ocurrió ante la confundida mirada de mi amiga que me observaba con ojos de incredulidad dañina que me perforaban el alma, tal y como muchas veces, lo habían hecho los tuyos. Después de esa extraña disputa, me dispuse a salir de la casa en la que tantas veces había estado, cuando tu prima me tiro de la manga del jersey.
-¿Qué te pasa con él? ¿Te gusta? ¿Te has enamorado o qué es lo que sucede?
No fui capaz de responderla con palabras pero la miré largamente transmitiéndola todo lo que sentía por dentro, todo ese caos de sentimientos y de ideas de las que ni siquiera yo estaba segura. Ella se limitó a asentir y me lentamente me susurró: vete.
Eso hice, corrí, corrí todo lo que pude mientras las lágrimas de mis ojos retrocedían por mi rostro debido al contacto con el viento que me daba de cara; retrocedían como pequeñas hormigas que vuelven corriendo al hormiguero al ver que están en peligro. Pero esas pobres lágrimas no tenían hogar ni tenían a donde volver y cada vez eran más las que huían, corriendo, corriendo como yo, pero ellas alocadamente y yo a un lugar fijo. A tu casa.
Nunca había estado en ella, pero por tus indicaciones creía saber donde se encontraba.
Cuando llegué, jadeante y exhausta, me detuve frente a la puerta y dudé. ¿Qué iba a decirte? No tenía lógica alguna, no había nada que decir. Me di la vuelta, dispuesta a caminar sin rumbo cuando oí que una ventana se abría y alguien pronunciaba mi nombre. Esas cinco letras quedaron suspendidas en el aire mientras yo me giraba para observar de quién se trataba.
Te vi a ti, como no podría haber sido de otra manera. Estabas tranquilo y me mirabas como si hubieses estado esperándome todo ese tiempo. Me senté en una acera y así nos quedamos largo rato mirándonos fijamente hasta que comenzamos a hablar, como solíamos hacerlo antes. No me invitaste a pasar ni bajaste conmigo, no me importó. Creo que ninguno de los dos quería dejar de esa conversación nunca, ni aunque fueran los minutos que tardase en entrar yo o bajar tú.
Así estuvimos...¿Cuánto? ¿Dos horas? ¿Tres? Tú mirabas hacia abajo y yo hacia arriba. Sonreíamos y hablabamos como si nunca hubiesemos dejado de hacerlo.
Entonces, brusca y repentinamente me dijiste algo difícil de olvidar.
-Soy un marginado social, no tengo amigos y mi familia me odia. ¿Por qué tú hablas conmigo?
Pero ¿Qué iba a decirte yo cuando era la que menos sabía la respuesta? Así que, como ese mismo día había hecho con tu prima, te miré fijamente para intentar que entendieses mi dilema interior. Debió ser que nuestros ojos estaban demasiado lejos, que mi lenguaje ocular no es del todo correcto o cualquier otra circunstancia, pero el hecho fue que no me acabaste de comprender, o mejor dicho, entendiste otra cosa bien diferente. Me atrevería a decir que lo que leíste en mis ojos fue lástima ¿verdad?
Cerraste la ventana, escondiéndote dentro de tu casa. Pero yo no tenía donde esconderme, estaba a la intemperie. Así que me levanté y eché a andar, otra vez en la misma situación... esa situación tan incómoda en la que no sabía como actuar ni como sentirme...
Llegué a mi casa cuando ya había anochecido, saludé a los que habitan en ella y subí las escaleras arrastrando los pies como si me pesasen toneladas. Me detuve frente a mi habitación y allí me tumbé en la cama y acurrucada en posición fetal lloré sin lágrimas y suspiré sin aire, sumida en una tristeza sin motivo aparente y un vacío que no sabía con que llenar. No tenía nada ya.
Estuve así unos días, rodeada de niebla espesa que me impedía pensar, que dificultaba mis andares y que me quitaba las ganas de absolutamente todo.
En definitiva, sufrí por ti, sufrí como no lo había hecho hasta entonces y sacrifiqué más de lo que tenía por alguien a quien me habían enseñado a odiar. Era la versión estúpida, ilusa y resentida de una Julieta contemporánea.
...
Y aquí estoy ahora, sin explicación ninguna, dos centímetros entre tu cara y la mía que se están volviendo cada vez más y más pequeños...
y de verdad que no lo entiendo... tienes todas las características odiarte pero sin embargo... te quiero.