sábado, 5 de febrero de 2011

Tenía tanto que darte...

Siempre que me peleaba con mi hermana iba corriendo con lágrimas en los ojos a contárselo a él. Susurrábamos para que ella no se enterara de que en realidad, yo era su favorita. Me abrazaba fuerte y me acariciaba el pelo diciéndome que algún día se daría cuenta de sus palabras y me pediría perdón por todas ellas. Entonces yo me apartaba, me sorbía las lágrimas y le sonreía. Teníamos la misma sonrisa. La misma sonrisa, los mismos ojos, la misma nariz y el mismo pelo. Yo era su copia. Eso me decía siempre cuando me llevaba al cole en su pequeño coche rojo de asientos de tela azul. Yo le miraba con cara de sueño y le decía "No, el copiota eres tú, sinvergüenza" Él se reía, yo le hacía reír. Igual que cuando le hacía cosquillas. En realidad siempre supe que no tenía cosquillas en ninguna parte del cuerpo, había trabajado tanto en el campo y como autobusero que no sentía ni padecía por unas simples cosquillas. Pero él se reía a carcajadas, seguramente de las caras de ilusión que ponía yo, de mi empeño por hacerle reír y, finalmente, cedía y dejaba que su risa se uniera a la mía. Hasta la risa compartiamos. Como nuestros desayunos. Nos sentábamos ambos en el pueblo en unos taburetes de madera y comíamos chorizo y tomate con pan sobre un mantel de cuadros amarillos y blancos. Luego, bajábamos a la bodega que había construído con el sudor de su frente a que me enseñara a sumar mientras yo trataba de esconderme por los escondrijos húmedos que allí había. La bodega. En verano, si él se iba una mísera semana yo lloraba en el baño y me lo imaginaba en la bodega trabajando mueriéndome de rabia por no poder ir allí con él y ver lo que hacía con muchísima atención. Él odiaba verme llorar, por eso no lo hacía mucho, sólo cuando él no estaba conmigo, porque si estábamos juntos no tenía razones para llorar. Nuestra relación era única, todo el mundo lo sabía. Nunca sacó su gran carácter conmigo, todo eran cosas buenas para mí. ¿Y ahora qué? Ahora no queda nada más que llorar en el baño y secarme las lágrimas con la puntita de la toalla. No queda más que discutir con mi hermana y salir corriendo a buscarle hasta el agotamiento, cuando me derrumbo sobre el suelo y sufro convulsiones. No queda nada más que su imágen sobre la cama con el ceño fruncido, exactamente igual que yo nací.
No queda nada. Años y años vacíos de soledad, de incomprensión, de sufrimiento, de lágrimas, de hundimiento, de odio, de rabia, de asco, de amargura, de pena, de espera a que llegue el día en que pueda volver a verle en un cielo que no sé si existe.

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Proyectil de margarita